Claro que ya había lagrimeado -y mucho- pues yo era inquieto, necio en demasía. Mi afilada dentadura ya había provocado cicatrices en las muñecas de mi hermana, y por ende, mantuve siempre ocupado a quién le tocara custodiarme. Pero me refiero aquí a la primera vez que lloré profundamente, conscientemente. Conmovido.
El «mérito» no había sido para el fallecimiento de mi cariñoso abuelo paterno. Ni siquiera eso a mis 7 años me sacó el llanto. Seguro que aún no era capaz de entender en mayor o menor medida lo trascendental de la muerte de un ser querido. Sin embargo, aquel día en La Toma de San Cristóbal me rajé como una magdalena. Pocos minutos de una escena que aun perdura en mi cabeza y me evoca a distintas reflexiones cada vez más elaboradas y lejanas del punto de partida.
Toda la familia abordando el Mazda 626 azul y ochentoso para irnos a casa. Y donde quiera que haya tránsito de seres humanos en abordaje y estadía hay un elemento común: aguateros, dulceros, paleteros, maíz, etc. En el tropel de gente que se acercaba al área donde estabamos preparando el despegue(?) se alcanzaba a ver una pequeña figurita que llevaba encima una bandeja desproporcionada al tamaño de su portadora. Calculo alrededor de 6 ó 7 años de vida para ella. Ahora, viéndolo en la distancia podría tener un poco más. Por aquello de la insuficiencia alimentaria y sus efectos en el crecimiento, pero no sé. Su débil constitución anatómica junto a esta especie de plato gigante con panes de batata dispuestos al montón inmediatamente llamó la atención del grupo familiar. Mi abuela y sus proverbiales expresiones de pena, la cara dramática de mi Madre y mi hermana… Y yo.
Yo, un niño que a sus 9 años no conocía de los problemas de la distribución de la riqueza; de Marx, Keynes, Friedman o el FMI. Anonadado ante este choque de sensaciones. Yo no fui precisamente un niño «rico», pero pude disfrutar de cuantas cosas necesitaba o imaginaba. La idea de lo escaso la adquirí conforme los deseos comiezan a superar con creces las posesiones. Alguien, Papá o Mamá, da igual, se quejaba de no tener 40 ó 50 pesos «menudos» y comprar la bandeja completa y así hacer el acto benevolente del día. No bien acababa de terminar la oración y cerrar la boca cuando ¡pum!… Nuestra anónima y diminuta protagonista resbalaba o tropezaba, no lo recuerdo exactamente, pero en todo caso iba al suelo con su carga.
Demasiado para mi. Lloré, y lloré como nunca lo había hecho. Y esta vez no era la infantil reacción ante un castigo ni una caída. Lloré a cielo abierto. Lloré por ella, por su cara llena de tristeza y suciedad. Por su ropa, por sus panes sucios en el suelo, ya sin remedio ni venta posible. Por la probable reacción cuando volviera a su hogar. Pensaba en lo difícil que iba ser que alguien entendiera sus súplicas y explicaciones de que se le había caído el medio para conseguir los pocos pesos que podrían permitir comprar lo necesario. Cosas en las que nadie debe pensar mientras tiene que jugar, estudiar, soñar, imaginar, crecer. Edad para enamorarse de esta triste vida lo suficiente como para vivirla a plenitud cuando nos demos cuenta de que va el cuento.
Lloré por todo lo que comprendí en ese momento, o apenas empezaba a medio entender. Los años pasan y el episodio lo tengo vivo en mi memoria. Pienso en todos los desenlaces posibles de mi vida y la de esa niña, monumento a la miseria más absoluta de nuestros campos, pueblos y ciudades en sus distintas causas y destinos comunes. Hoy, que no soy tan conmovible como en antaño, si tengo la costumbre de reflexionar en cada una de estas cosas y sé perfectamente que responder cuando, como en este caso, e inspiración para escribir este texto, me preguntan por mis lagrimas. En este caso, como el primer amor, el primer gustazo… Mis primeras lágrimas…